enero 16, 2012

¡He aquí cómo sopla la verdad!

El 16 de enero de 1914 en Rusia, el poeta Máximo Gorki es autorizado a regresar a su país tras ocho años de exilio.


La madre es una novela donde retrata el espíritu revolucionario de una anciana campesina. 


Máximo Gorki

La madre

Una noche, después de cenar, Paul, corriendo la cortina de las ventanas, se sentó en
 un rincón y se puso a leer, bajo la lámpara de petróleo colgada en la pared sobre su cabeza. Su madre, lavada la vajilla, salió de la cocina y se acercó con pas vacilante. 

-No... no es nada, Paul, soy yo -dijo ella, y se alejó vivamente, enarcadas las cejas con aire confuso. Permaneció inmóvil un momento en medio de la cocina, pensativa, preocupada; se lavó despaciosamente las manos y volvió junto a su hijo.
 

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-Querría preguntarte -dijo muy bajo-, qué es lo que estás leyendo siempre.
El dejó el libro.
-Siéntate, mamá.
Se sentó pesadamente al lado de él y se irguió, esperando algo grave. Sin mirarla, a media voz, y tomando sin saber por qué un tono áspero, Paul comenzó a hablar.
-Leo libros prohibidos. Se prohíbe leerlos porque dicen la verdad sobre nuestra vida de obreros... Se imprimen en secreto, y si los encuentran aquí, me llevarán a la cárcel..., a la cárcel, porque quiero saber la verdad. ¿Comprendes?
Ella sintió que su respiración se cortaba, y fijó sobre su hijo unos ojos espantados. Le pareció diferente, extraño. Tenía otra voz, más baja, más llena, más sonora. Con sus dedos afilados, retorcía su fino bigote de adolescente, y su mirada vaga, bajo las cejas, se perdía en el vacío. Se sintió invadida de miedo y de piedad por su hijo.
-¿Por qué haces eso, Paul? -preguntó.
Levantó él la cabeza, le lanzó una ojeada, y sin alzar la voz, tranquilamente, respondió:
-Quiero saber la verdad.
Su voz era baja pero firme, y sus ojos brillaban de obstinación. En su corazón, ella comprendió que su hijo se había consagrado Para siempre a algo misterioso y terrible. Todo, en la vida, le había parecido inevitable: estaba acostumbrada a someterse sin reflexionar, y solamente se echó a llorar, dulcemente, sin encontrar palabras, el corazón oprimido por la pena y la angustia.
-¡No llores! -dijo Paul con voz tierna; pero a la madre le pareció que le decía adiós.
-Reflexiona, ¿qué vida es la nuestra? Tú tienes cuarenta años, y, sin embargo, ¿es que verdaderamente has vivido? Padre te pegaba... Comprendo ahora que se vengaba sobre ti de su propia miseria, de la miseria de la vida, que lo ahogaba sin que él comprendiese por qué. Había trabajado treinta años; empezó cuando la fábrica no tenía más que dos edificios, ¡y ahora tiene siete!
Ella escuchaba con terror y avidez. Los ojos de su hijo brillaban, hermosos y claros; apoyando el pecho en la mesa, se había acercado a su madre, y tocando casi su rostro bañado en lágrimas, decía por primera vez lo que había comprendido. Con toda la fe de la juventud y el ardor del discípulo, orgulloso de sus conocimientos en cuya verdad cree religiosamente, hablaba de todo lo que para él era evidente; y hablaba menos para su madre, que para verificar sus propias convicciones. Algunos momentos se detenía, cuando le faltaban las palabras, y entonces veía el afligido rostro en el que brillaron los ojos bondadosos, llenos de lágrimas, de terror y de perplejidad. Tuvo lástima de su madre, y siguió hablando, pero esta vez de ella, de su vida.
-¿Qué alegrías has conocido tú? ¿Puedes decirme qué ha habido de bueno en tu vida?
Ella escuchaba y movía tristemente la cabeza: experimentaba el sentimiento de algo nuevo que no conocía, alegría y pena, y esto acariciaba deliciosamente su corazón dolorido. Era la primera vez que oía hablar así de ella misma, de su vida, y aquellas palabras despertaban pensamientos vagos, dormidos hacía mucho tiempo; reavivaban dulcemente el sentir apagado de una insatisfacción oscura de la existencia, reanimaban las ideas e impresiones de una lejana juventud. Contó su niñez, con sus amigas, habló largamente de todo, pero, como las demás, no sabía más que quejarse: nade explicaba por qué la vida era tan penosa y difícil. Y he aquí que su hijo estaba allí sentado, y todo lo que decían sus dos, su rostro, sus palabras, todo aquello llegaba a su corazón, la llenaba le orgullo ante su hijo que comprendía tan bien la vida de su madre, le hablaba de sus sufrimientos, la compadecía.
No suele compadecerse a las madres.
Ella lo sabía. Todo lo que decía Paul de la vida de las mujeres era la verdad, la amarga verdad; y palpitaban en su pecho una muchedumbre de dulces sensaciones, cuya desconocida ternura confortaba su corazón.
-Y entonces, ¿qué quieres hacer?
-Aprender, y luego enseñar a los otros. Los obreros debemos estudiar. Debemos saber, debemos comprender dónde está el origen de la dureza de nuestras vidas.
Era dulce para la madre ver los ojos azules de su hijo, siempre serios y severos, brillar ahora con tanta ternura y afecto. En los labios de Pelagia apareció una leve sonrisa de contente, mientras en las arrugas de sus mejillas temblaban aún las lágrimas. Se sentía dividida interiormente: estaba orgullosa de su hijo, que tan bien veía las razones de la miseria de la existencia; pero tampoco podía olvidar que era joven, que no hablaba como sus compañeros, y que se había resuelto a entrar solo en lucha contra la vida rutinaria que los otros, y ella también, llevaban. Quiso decirle: «Pero, niño..., ¿qué puedes hacer tú?»
Paul vio la sonrisa en los labios de su madre, la atención en su rostro, el amor en sus ojos; creyó haberle hecho comprender su verdad, y el juvenil orgullo de la fuerza de su palabra, exaltó su fe en sí mismo. Lleno de excitación, hablaba, tan pronto sarcástico como frunciendo las cejas; algunas veces, el odio resonaba en su voz, y cuando su madre oía aquellos crueles acentos, sacudía la cabeza, espantada, y le preguntaba en voz baja:
-¿Es verdad eso, Paul?
-¡Sí! -respondía él con voz firme.
Y le hablaba de los que querían el bien del pueblo, que sembraban la verdad y a causa de ello eran acosados como bestias salvajes, encerrados en prisión, enviados al penal por los enemigos de la existencia.
-He conocido a estas gentes gritó- con ardor: son las mejores del mundo.
Pero a su madre la aterrorizaban, y preguntaba una vez más a su hijo: «¿Es verdad eso?»
No se sentía segura. Desfallecida, escuchaba los relatos de Paul sobre aquellas gentes, incomprensibles para ella, que habían enseñado a su hijo una manera de hablar y de pensar, tan peligrosa para él.
-Va a amanecer pronto: debías acostarte -dijo ella.
-En seguida. -E inclinándose hacia ella, preguntó-: ¿Me has comprendido?
-¡Sí! -suspiró la madre. De nuevo brotaron lágrimas de sus ojos, y añadió en un sollozo:
-¡Te perderás!
El se levantó y dio algunos pasos por la habitación.
-Bien, ahora sabes lo que hago y adónde voy: te he dicho todo... Y te suplico, madre, que si me quieres no me retengas...
-¡Cariño! -exclamó ella-. Quizá hubiera sido mejor no decirme nada...
Le tomó una mano que él estrechó con fuerza entre las suyas. ;
A ella la conmovió la palabra «madre», que él había pronunciado con tanto calor, y aquel apretón de manos, nuevo y extraño. -No haré nada por contrariarte -dijo jadeando-. ¡Solamente, ten cuidado!, ¡ten mucho cuidado!
Sin saber de qué debía guardarse, añadió tristemente:
-Cada vez adelgazas más...
Y envolviendo su cuerpo, robusto y bien hecho, con una cálida mirada acariciadora, le dijo rápidamente y en voz baja:
-¡Que Dios te proteja! Haz lo que quieras, no te lo impediré. No pido más que una cosa: sé prudente cuando hables con los otros. Hay que desconfiar: se odian entre sí. Son ávidos, envidiosos... Les gusta hacer daño. Si empiezas a decirles tus verdades, a juzgarlos, te detestarán y te perderán.
De pie junto a la puerta, Paul escuchaba sonriendo estas amargas palabras:
-La gente es mala, sí. Pero cuando supe que había tuna verdad sobre la tierra, se volvieron mejores.
Sonrió de nuevo.
-Yo mismo no comprendo cómo ha ocurrido esto. Desde que era niño, tuve miedo de todo el mundo. Cuando crecí, me encontré odiando a unos por su cobardía, a otros no sé por qué, ¡por nada...!
Y ahora se han vuelto diferentes para mí: siento piedad por ellos, creo... no sé cómo, pero mi corazón se enternece desde que he comprendido que no todos son responsables de su bajeza...
Se calló un instante, pareciendo escuchar algo dentro de sí mismo: luego continuó, pensativo:
-¡He aquí cómo sopla la verdad!
Ella alzó los ojos hacia él y murmuró:
-¡Cómo has cambiado, y qué miedo tengo, Dios mío!
Cuando su hijo estuvo acostado y dormido, la madre se levantó sin ruido, y se acercó dulcemente a su lecho. Paul dormía sobre la espalda, y en la blanca almohada se perfilaba su rostro tostado, obstinado y severo. Las manos cruzadas sobre el pecho, descalza y en camisa, la madre se mantuvo junto a la cama de su hijo, sus labios se movieron en silencio y de sus ojos corrieron lentamente, una tras otra, gruesas lágrimas de angustia.

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